sábado, 8 de noviembre de 2014

UN PINTOR UNA MAÑANA

A Susana Táboas, buena amiga y gran aficionada a la pintura.


Las hojas doradas de los gingkos cubrían el cemento del paseo que con el color de la ceniza sustituía al antiguo albero. El sol de otoño asomaba con timidez entre las ramas de los árboles y se dejaba caer para posarse en los setos, suavemente, como un velo de luz.
Como todas las mañanas desde hacía días -ni él mismo sabía cuantos- había bajado del tren y había cruzado el parque hasta llegar a su rincón. Traía el caballete plegado debajo del brazo con el que cargaba el maletín de madera donde llevaba las pinturas -tubos Rembrandt, siempre Rembrandt- y la paleta y los pinceles. En la otra mano, con cuidado de que no tocara el suelo, acarreaba el lienzo cubierto por un paño.
Apoyó el lienzo contra el respaldo de un banco, dejó en el suelo, sobre las hojas amarillas, la maleta y comenzó a desplegar el caballete. Cuando lo tuvo armado, sosteniéndolo en volandas, con el pie barrió la hojarasca hasta dejar al descubierto los tres puntos que había marcado, días antes, en rojo sobre el hormigón y, con cuidado, con mucho cuidado, posó sobre esos puntos las patas del trípode. Tomó el lienzo y lo posó sobre el travesaño, sin descubrirlo, y se dispuso a abrir la maleta.
Bajo la paleta, los pinceles y los trapos, decenas de tubos de estaño se retorcían en desorden como gusanos deformes de piel manchada.
Tomó algunos de los tubos y empezó a exprimirlos sobre la paleta que pronto se llenó de pequeñas y lustrosas motas de color. Se cuidó de dejar el suficiente espacio sobre la superficie lacada para poder hacer las mezclas. Había llegado el momento.
Un viento suave y fresco hacía tiritar la hojas que todavía colgaban de las ramas. El parque estaba desierto y los gritos de los niños aún no ahogaban las voces de los gorriones que bullían en las copas de los enormes pinos. Un mirlo manchó de negro por un instante el suelo entre los troncos pardos y grises para perderse en los cipreses que orillaban el recinto con su verde oscuro, casi solemne.
Pasó el dedo pulgar de su mano izquierda por el ojo de la paleta que apoyaba en su antebrazo. Asió los pinceles y se plantó ante el lienzo velado. Con el índice y el corazón de ambas manos, tomó las puntas del paño y empezó a levantarlo con sacralidad.
Ante sus ojos se abrió un abismo blanco. Aquella tela tirante prendida al bastidor lo llenó todo. Invadió el espacio, quemó los árboles y acalló los pájaros. Abrasó el aire en un estallido blanco de silencio.
Todo era blancura, infinita, ardiente.
El hombre sintió que el vacío le entraba por los ojos y le clavaba las garras en el estómago. Sintió un frío terrible en el alma y notó que se le quebraba bajo el peso de la deslumbrante nada. Quería gritar y hubiese gritado si aquel infierno de hielo no se hubiese enredado en su garganta y le hubiese llenado los pulmones con sus zarcillos cargados de espinas.
En un impulso cubrió de nuevo el lienzo y lo volvió a dejar con cuidado sobre el banco. Algo repuesto, limpió la paleta. Plegó el caballete.
"Tal vez mañana", pensó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario