sábado, 25 de octubre de 2014

TRUCO O TRATO

No era muy rezadora. Los susurros de la beatas le parecían silbos ahogados que se despeñaban desde sus bocas para estrellarse en el suelo de mármol frío, com un fondo marino, de la iglesia. Era amiga de silencios, la vida la había ido acostumbrando a ellos al arrebatarle, poco a poco, las voces que la habían poblado. Ya sólo escuchaba la suya, era lo único que le quedaba.
Al terminar la misa y salir a la calle, vio que el sol había disipado las nubes que esa mañana velaban el cielo y renunció a abrocharse el chaquetón a pesar del ligero viento que barría de hojas el asfalto. Era un levante fresco que olía a mar.
De camino a su casa pasó por la droguería y compró una caja de lamparillas.
El zaguán la envolvió de sombras y, vestida de negro como iba, se imaginó como un borrón en un papel oscuro.
Subió las escalera y, por fin, entró en su casa.
En su cuarto, se despojó del chaquetón y lo dejó colgado en el armario, el mismo armario donde guardaba los zapatos nuevos y un vestido de alivio en el que, prendida con un alfiler, había una nota que rezaba "mortaja". No es que fuera muy previsora pero no quería que le pasara como a su amiga Concha que a la pobre la enterraron con un conjunto feísimo que le había regalado su nuera y que nunca se quiso poner en vida. Aquello le pareció cruel.
Antes de ir a la cocina fue al salón, abrió una de las vitrinas del aparador y sacó un tazón de porcelana, único superviviente de una vajilla que no sobrevivió a la guerra. No pudo dejar de mirar las fotos de los muertos que había en los estantes de mueble; desde detrás de los cristales, asomados a sus marcos como si fueran ventanas, su madre, sus hermanas y el que fue su marido la observaban. Faltaba una foto, una que nunca se hizo, la foto de un niño que no llegó a abrir los ojos y que la dejó yerma de cuerpo y alma.
Llenó el tazón con cuidado de agua hasta su mitad y lo acabó de llenar de aceite y prendió la lamparilla en su centro, le hizo gracia ver que el pequeño disco de cartón que mantenía la mecha a flote fuera, como siempre, un trozo de naipe.
La luz se tamizó a través de la porcelana y los minúsculos jardines y pagodas cobraron vida en medio de aquel falso amanecer.
Se preguntó si, cuando ella ya no estuviera, alguien encendería una lamparilla en su recuerdo. Tal vez su único sobrino se acordara de ella, tal vez no... Al día siguiente tenía que venir para llevarla al cementerio. Como siempre, le pedirá dinero.



miércoles, 22 de octubre de 2014

JUAN K.

Había engordado; a duras penas pudo abrocharse el botón del cuello de la camisa. Se recordó de joven, cuando la ropa y la vida no se le iban por las costuras. No le gustaba recordarse. La memoria abría las puertas de demasiadas cámaras selladas y el aire viciado de los recuerdos lo sofocaba.
Buscó el reloj de pulsera y lo encontró junto a su cartera sobre el mármol amarillento -veteado de grises sucios- de la mesilla de noche. Se acabó de vestir sin prisa.
La casa era grande, un piso viejo en el centro, con largos corredores y techos altos poblados de penumbras. Después de tantos años aún olía a la vieja tía que lo habitó y que se lo había dejado en herencia.
La memoria, siempre la puta memoria, lo acosaba, lo acechaba en cada rincón de aquella casa para saltarle encima en cualquier momento. Aún así no se atrevió nunca a cambiar nada y la casa seguía igual que cuando la dejó la vieja para irse a la residencia donde murió o, quien sabe, quizás ya llegó allí muerta al menos por dentro.
Miró la cama deshecha y no pudo contener el deseo de oler aquellas sábanas. Las cogió y se las acercó hasta hundir la cara en ellas. Le pareció que aún retenían el calor del cuerpo que las había habitado y el olor dulce del semen que se había derramado sobre sus pliegues. 'Asperges me Domine..." La memoria. Le pareció sentir que la leche caliente de aquella polla joven aún le bajaba por la garganta.
Abajo, el chófer lo esperaba. En media hora tenía una reunión en su despacho de la conselleria con el señor arzobispo. Recordó que al día siguiente era el santo de su mujer. De camino, pararía a comprarle algo.

lunes, 20 de octubre de 2014

INTROIBO AD ALTARE DEI

Ítaca queda lejos. Después de una noche surcando insomnios, con ascuas en los párpados y las sienes ceñidas por la pesadez, el día se presenta como la comida para un enfermo que ha perdido el apetito, como el café en una mañana de resaca.
El alarido de los trenes que tanto le gustaba a Marinetti se cuela por la ventana y puedo ver a los viajeros que esperan en los andenes a que un cercanías los lleve.
Vivir al lado de una estación, aunque sea una estación de pueblo, te inviste un poco de Tiresias y lo ves todo sin ver nada. Es como mirar los trailers de cientos de películas que sabes que nunca verás, que no se han hecho para ti y aún así no puedes quitarles el ojo de encima; son sirenas.
En el parque los niños juegan y gritan. No temen nada todavía.