miércoles, 22 de octubre de 2014

JUAN K.

Había engordado; a duras penas pudo abrocharse el botón del cuello de la camisa. Se recordó de joven, cuando la ropa y la vida no se le iban por las costuras. No le gustaba recordarse. La memoria abría las puertas de demasiadas cámaras selladas y el aire viciado de los recuerdos lo sofocaba.
Buscó el reloj de pulsera y lo encontró junto a su cartera sobre el mármol amarillento -veteado de grises sucios- de la mesilla de noche. Se acabó de vestir sin prisa.
La casa era grande, un piso viejo en el centro, con largos corredores y techos altos poblados de penumbras. Después de tantos años aún olía a la vieja tía que lo habitó y que se lo había dejado en herencia.
La memoria, siempre la puta memoria, lo acosaba, lo acechaba en cada rincón de aquella casa para saltarle encima en cualquier momento. Aún así no se atrevió nunca a cambiar nada y la casa seguía igual que cuando la dejó la vieja para irse a la residencia donde murió o, quien sabe, quizás ya llegó allí muerta al menos por dentro.
Miró la cama deshecha y no pudo contener el deseo de oler aquellas sábanas. Las cogió y se las acercó hasta hundir la cara en ellas. Le pareció que aún retenían el calor del cuerpo que las había habitado y el olor dulce del semen que se había derramado sobre sus pliegues. 'Asperges me Domine..." La memoria. Le pareció sentir que la leche caliente de aquella polla joven aún le bajaba por la garganta.
Abajo, el chófer lo esperaba. En media hora tenía una reunión en su despacho de la conselleria con el señor arzobispo. Recordó que al día siguiente era el santo de su mujer. De camino, pararía a comprarle algo.

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